En la serenidad de un diciembre de los años 70, en la apacible Santa Cruz de Tenerife, un insólito acontecimiento perturbó la tranquilidad habitual. Una mañana, un golpe inesperado en la puerta de la casa del doctor Walter Trenkler resonó como el aviso de un presagio. Al otro lado, dos rostros familiarmente germanos, Harald y Frank Alexander, padre e hijo. Su visita no era casual, buscaban a Sabine, de apenas 15 años, la joven que cuidaba de la casa de Trenkler, y que era también miembro de la familia Alexander.
Los eventos que siguieron, en una conversación inimaginable, cambiaron la percepción de la isla sobre la familia Alexander. «Hemos matado a mamá y a tus hermanas», reveló Harald con un tono sombrío. Sin embargo, la respuesta de Sabine, en lugar de horror o conmoción, fue inesperadamente serena: «Estoy segura de que habéis hecho lo que considerasteis necesario».
Este hecho llevaría a la Policía a un edificio en la calle Jesús de Nazareno, donde se toparon con una macabra escena que posteriormente se conocería como «el crimen del siglo». Tres cuerpos mutilados, signos de rituales y un ambiente lleno de misterio y horror.
Diez meses antes del atroz descubrimiento, la familia Alexander había arribado a Tenerife desde Hamburgo. Las razones de su mudanza estaban envueltas en susurros y rumores. La familia, compuesta por Harald y Dogmar Alexander, sus hijas Marina, Petra y Sabine, y el primogénito Frank, vivía bajo las creencias esotéricas de la Sociedad Lorber. Esta ideología, fundada por Jakob Lorber, proclamaba a Frank, el hijo mayor, como ‘el profeta de Dios en la Tierra’.
La devoción ciega a estas creencias esotéricas condujo a la familia hacia prácticas extremas, incluyendo prohibiciones sobre relaciones afectivas con externos y relaciones incestuosas dentro de la familia. Sin embargo, este aspecto oscuro y secreto de los Alexander era desconocido para la mayoría de los tinerfeños, quienes solo eran conscientes de su presencia por sus extrañas ceremonias que resonaban a través de las paredes.
El 16 de diciembre de 1970 marcó un día nefasto en la historia de Tenerife. Cuando la Policía ingresó al hogar Alexander, encontraron un escenario perturbador: las paredes manchadas con sangre, y tres cuerpos mutilados de Dogmar, Marina y Petra, con signos claros de haber sido parte de un ritual. La única que logró evitar el macabro destino fue Sabine.
Las investigaciones posteriores revelaron que la masacre fue obra de Frank, quien, influenciado por sus creencias y considerando haber recibido una señal divina, cometió los homicidios. Todo, mientras su padre tocaba un acordeón, un testigo mudo de los horrores que se desataban.
El juicio de 1972 contra Harald y Frank fue breve pero intenso. Aunque muchos pedían la pena máxima, el tribunal dictaminó que actuaron bajo un trastorno psíquico. Por ello, fueron enviados a un centro penitenciario con asistencia en psiquiatría, donde recibirían tratamiento.
Sin embargo, los confines de la cárcel no pudieron retenerlos eternamente. En los años 90, de manera misteriosa y sin dejar rastro, padre e hijo desaparecieron. La Interpol activó una búsqueda en 1995, pero los Alexander nunca fueron hallados. Sabine, por su parte, desapareció en un convento, llevándose consigo las respuestas a muchos enigmas.
Hoy, el caso sigue siendo recordado como un oscuro capítulo en la historia de Tenerife, dejando una serie de interrogantes sin respuesta y una ciudad con cicatrices imborrables.